no solo usabilidad: revista sobre personas, diseño y tecnología

2.2. Cognición

Diseñar productos interactivos no es una tarea fácil. No al menos cuando pretendemos que satisfagan las necesidades, expectativas y deseos de sus destinatarios, y se adapten a su contexto y naturaleza. En el “diálogo” interactivo – o “intercambio de monólogos” (Norman; 2007) - que se produce entre usuarios y aplicaciones software, la complejidad de los primeros añade inevitablemente un alto grado de incertidumbre al proceso de diseño de los segundos.

Entre los medios de que dispone un diseñador para reducir dicha incertidumbre, uno de los principales es el conocimiento empírico que la psicología nos ofrece sobre la cognición.

Adentrarnos en el estudio de la psicología no es un camino sin obstáculos, debido a que existen multitud de teorías que ofrecen diferentes visiones y modelos sobre la mente, y que no siempre son compatibles. No obstante es innegable que cuanto más conozcamos - por poco que sea - acerca de cómo las personas adquieren, interiorizan, procesan o exteriorizan información, más acertadas resultarán las decisiones que tomemos sobre el diseño, disminuyendo el esfuerzo requerido para su uso.

El almacén de nuestra mente

Las personas estamos constantemente percibiendo información, algo que no tendría demasiada utilidad si no fuéramos capaces de registrarla y almacenarla para su posterior uso. Cuando vimos el tema de la percepción visual ya adelantábamos que no todo lo que vemos supera el filtro de nuestra atención visual. Del mismo modo, no todo lo que supera ese primer filtro termina siendo almacenado.

La memoria humana se compone de dos sistemas o almacenes funcionalmente diferentes, llamados memoria operativa (a corto plazo) y memoria a largo plazo (Sperling; 1960) (Cowan; 1988, 1999) (Baddeley; 2001). La memoria operativa – estrechamente relacionada con nuestra consciencia - es la que utilizamos en tareas como el razonamiento o la comprensión, y se caracteriza por su capacidad limitada y su temporalidad. La memoria a largo plazo, como su nombre indica, es un almacén más estable y duradero en el tiempo, además de tener una capacidad ilimitada – o al menos con unos límites desconocidos-.

Podríamos decir que la memoria a largo plazo sería como una gran biblioteca, la memoria operativa una mesa de trabajo en la que sólo cabrían al mismo tiempo un número limitado de libros, y la consciencia el bibliotecario que trabaja en la mesa. Los libros que ocupan la mesa de trabajo (memoria operativa) podrían ser potenciales nuevas adquisiciones (percepción) o haber sido recuperados del fondo documental de la biblioteca (memoria a largo plazo).

Lo primero que debemos aceptar como diseñadores es que las personas, y por tanto los potenciales usuarios de nuestros diseños, no pueden procesar conscientemente y al mismo tiempo un número ilimitado de ítems. Miller (1956) estimó que el límite de la memoria operativa era de unos 7±2 ítems, aunque estudios posteriores parecen reducir este número a entre 3 y 5 (Cowan; 2001).

A la capacidad limitada de la memoria operativa debemos añadir el hecho de que registrar información en la memoria a largo plazo no es un proceso libre de esfuerzo, ni tampoco lo es su posterior recuperación consciente. Para facilitar el almacenamiento de información las personas tendemos a buscar patrones o reglas que resuman la información percibida, síntesis que será más sencilla de almacenar que un conjunto de hechos o datos inconexos. Del mismo modo, para recuperar información de nuestra memoria a largo plazo, usamos frecuentemente estrategias nemotécnicas, como la re-codificación de la información almacenada, facilitando asociaciones entre información de los diferentes almacenes (Cowan; 2001).

El proceso de adquisición y recuperación cognitiva de información descrito – aunque de forma muy resumida -, debería hacernos reflexionar sobre el coste que determinadas decisiones de diseño tendrán para el usuario en función de la tarea que se encuentre realizando.

Una tarea típica es la localización de un ítem de entre un conjunto, como por ejemplo cuando el usuario está explorando las diferentes opciones de un menú de navegación. Almacenar todas las opciones mentalmente y realizar comparaciones razonadas entre cada par de ítems con el objetivo de determinar cuál de ellos es el buscado, no sólo le resultará imposible en términos de ‘espacio’ operativo, sino además muy poco eficiente. Por tanto, la estrategia usada por el usuario será explorar los ítems y elegir el primero de ellos que crea se corresponde con la función o contenido deseado, aún cuando no todos hayan sido valorados. Es decir, en su navegación el usuario utiliza una estrategia de ensayo y error.

El coste de la exploración de diferentes ítems es proporcional a su número, un tiempo y esfuerzo que como diseñadores podemos reducir de diferentes formas. Como vimos al tratar el tema de la percepción visual, enfatizando gráficamente aquellos ítems más relevantes guiaremos la atención del usuario, haciendo que su exploración sea menos aleatoria, y por tanto más eficiente conforme los ítems más enfatizados coincidan con los deseados o buscados.

Otro método es ordenar los ítems de tal forma que el usuario pueda reconocer en esta ordenación un patrón conocido, y aprovecharlo para ordenar de este modo su propia exploración. Tal sería el caso de la ordenación alfabética en conjuntos de ítems textuales, donde el usuario puede subdividir progresivamente la lista de ítems, reduciendo el tiempo necesario para completar la tarea. Por ejemplo, si busco un ítem que empieza por ‘g’, cuando analice uno que empiece por ‘n’ me indicará que no deberé seguir explorando los siguientes, sino sólo los anteriores. El tiempo de reacción del usuario en estos casos, como demuestra la ley de Hick-Hyman (Hick; 1952) (Hyman; 1953), seguiría una distribución logarítmica, en vez de lineal.

La ordenación alfabética sería una solución universal a la ordenación de ítems textuales, si no fuera por dos pequeños problemas: No siempre somos capaces de verbalizar nuestra necesidad informativa y, aún cuando lo somos, dicha representación sintáctica no tiene por qué coincidir con el término o términos utilizados en la interfaz. Este último fenómeno es lo que Furnas et al. (1989) denominaban el problema del vocabulario del usuario, basado en la observación de cómo las personas usan una gran variedad de términos diferentes para referirse a una misma cosa.

En la búsqueda de la mejor forma de ordenar conjuntos de ítems, resulta especialmente útil la categorización de esquemas de ordenación propuesta por Rosenfeld y Morville (2002), compuesta por esquemas de ordenación exactos y ambiguos. La primera categoría engloba aquellas formas de ordenación eficaces cuando el usuario se encuentra realizando una búsqueda por ítems conocidos, cuando el vínculo entre ítem y representación mental es consistente. En otras palabras, si el usuario busca el nombre de una persona conocida, el de un país, el de un idioma, o el de cualquier término donde no quepa ambigüedad, la mejor solución de diseño es ordenar alfabética, cronológica, geográfica o numéricamente, en función de la naturaleza de los ítems.

Los esquemas de ordenación ambiguos se deben usar cuando la representación mental de la necesidad informativa y su representación en la interfaz no tienen un vínculo libre de subjetividad. Por ejemplo, cuando los ítems representan categorías temáticas no tiene sentido ordenar alfabéticamente, ya que en la mayoría de casos el usuario se vería buscando un término diferente al utilizado en la interfaz para describir el mismo concepto.

En estos casos la mejor solución es reducir el número de ítems, agrupando aquellos semánticamente similares bajo rótulos descriptivos (Mehlenbacher, Duffy, Palmer; 1989). De esta forma el usuario primero exploraría los rótulos de cada grupo, y sólo cuando estime que se encuentran relacionados con su necesidad, exploraría los ítems contenidos en el grupo.

Como vimos en el capítulo sobre la Simplicidad, ordenar, clasificar y agrupar, son formas de simplificar.

Tomando decisiones

Tanto la tarea descrita – búsqueda y localización de ítems – como otras posibles en la interacción del usuario, comparten un mismo tipo de acción cognitiva: la toma de decisiones. Por ejemplo, cuando exploramos una serie de ítems, por cada uno debemos tomar una decisión en base a la similitud percibida entre el ítem y nuestra representación mental: ¿hacemos clic o seguimos buscando?

La toma de decisiones es un proceso complejo, influido por multitud de factores, y por tanto complicado de resumir en pocas palabras. De todos modos debemos al menos entender que las personas usamos dos sistemas diferentes en estas decisiones, que denominaremos – con fines didácticos – sistema intuitivo y sistema racional.

El primer mecanismo se caracteriza por ser muy rápido, “sucio”, susceptible a errores y fundamentalmente emocional. Podemos decir que ante la toma de una decisión, se disparan reglas automáticas o heurísticas – adquiridas en base a nuestra experiencia – que nos ofrecen una solución rápida, y nos posibilitan un comportamiento eficiente. No se trata de un sistema dirigido conscientemente, dado que aunque a posteriori podamos intentar razonar nuestra decisión, difícilmente esta reconstrucción se aproxime al proceso realmente acontecido.

El segundo mecanismo, que llamamos racional, es un proceso lineal, lógico, consciente y que requiere esfuerzo y tiempo. Este mecanismo es menos propenso a errores, además de que podemos – frente a un error – modificar el proceso, corrigiendo el resultado.

La función y utilidad que tiene el primer sistema es la de permitirnos economizar nuestro esfuerzo cognitivo, de tal modo que sólo tengamos que emplear el segundo sistema para las decisiones realmente importantes.

El motivo de explicar la diferencia entre ambos sistemas se encuentra en entender que una gran parte de las acciones que llevamos a cabo sobre una interfaz están dirigidas por decisiones tomadas intuitivamente. Esto explica por qué, por ejemplo, ante una ventana de alerta en la que se nos pregunta algo y se nos ofrecen dos posibles respuestas (“si” y “no”), es frecuente que automáticamente hagamos clic en una de ellas sin ni tan siquiera leer o procesar el contenido de la pregunta. O por qué al visitar por primera vez un sitio web, tras un primer "parpadeo" somos capaces de tomar decisiones como cerrar directamente la ventana o, por el contrario, comenzar a explorar el sitio web. El porcentaje de acierto de estas decisiones rápidas estará determinado por nuestra experiencia como usuarios, ya que recordemos que la intuición es un mecanismo que se alimenta de las experiencias previas.

Errar es humano

“Errar es humano… pero echarle la culpa a otro es más humano todavía”
Les Luthiers

Suele ser común en conversaciones sobre usabilidad, escuchar que alguien argumente aquello de “en usabilidad presuponéis que todos los usuarios son idiotas”, frase que no esconde otra cosa que la delegación de la responsabilidad del diseño en los hombros del usuario final. Realmente la premisa de la que se debe partir cuando tratamos de crear productos usables no es que los usuarios sean idiotas, sino que tienen mejores asuntos en los que emplear su esfuerzo cognitivo que en comprender nuestro diseño. Es decir, ante un sitio web lo que el usuario persigue es satisfacer sus objetivos, que siempre están relacionados con el contenido, no con el envoltorio gráfico o interactivo de dicho contenido.

Si la conclusión principal del capítulo sobre percepción visual era que los usuarios no exploran exhaustivamente todos los elementos y contenidos de una interfaz, la conclusión principal de este capítulo es que no todo a lo que atendemos es procesado racional y detenidamente antes de realizar una acción, lo que nos lleva a cometer errores frecuentemente. Como diseñadores no podemos impedir que los usuarios cometan errores, pero sí intentar prevenir que se produzcan, así como ofrecer vías de solución cuando ocurran. A continuación se exponen diferentes vías para disminuir la probabilidad de error del usuario.

Limitar posibilidades

La primera medida para evitar que el usuario cometa errores es limitar sus posibilidades de acción. Por ejemplo, en la figura 2.3 vemos dos posibles formas de solicitar al usuario que introduzca la fecha de caducidad de su tarjeta de crédito. En el primer caso el usuario podría introducir dicha fecha de muy diversas formas (algunas correctas, otras no), mientras que en el segundo la separación de campos limita las posibilidades y por tanto reduce la probabilidad de error.


Fig. 2.3: Diferentes formas de solicitar una fecha de caducidad

En la figura 2.4 podemos observar las consecuencias de no limitar (a tiempo) las posibilidades de acción.


Fig. 2.4. Mensaje de error. Fuente: https://www.usabilityinstitute.com/morsels/morsels.htm

Orientar al usuario

Orientar al usuario, ofreciendo ayuda contextual tal y como podemos ver en la figura 2.5, es una medida recomendable para reducir posibles errores. Cuando el exceso de ayuda contextual sobrecargue la interfaz, pueden emplearse ‘tooltips’.


Fig. 2.5. Sugerencias en la caja de búsqueda. Fuente: 11870.com

Otra forma efectiva de orientar al usuario es mediante sugerencias interactivas, que respondan a la acción del usuario y guíen su recorrido, tal y como se puede observar en la figura 2.6.


Fig. 2.6: Sugerencias interactivas. Fuente: Trabber.com

Solicitar confirmación

En ocasiones el usuario lleva a cabo una acción que puede tener consecuencias irreversibles y potencialmente perjudiciales, casos en los que resulta de gran importancia solicitar confirmación. De todos modos no debemos olvidar que cuanto más abusemos de este tipo de mensajes en nuestras aplicaciones, menor será su efectividad, pues la atención del usuario se insensibiliza por repetición.


Fig. 2.7: Mensaje de confirmación de GMail

Advertir al usuario

Este principio está muy relacionado con el anterior. La diferencia estriba en que, aunque su objetivo es igualmente advertir al usuario de posibles consecuencias indeseadas, en este caso no se le solicita confirmación alguna, ya que estos mensajes tienen lugar antes de que el usuario lleve a cabo la acción (advertencia), no como respuesta a su acción (solicitud de confirmación).

Ya que estos mensajes no requieren del usuario la toma de ninguna decisión, su contenido puede pasar desapercibido con mucha más probabilidad, por lo que se recomienda no sólo no abusar de ellos en la aplicación, sino también redactarlos y presentarlos visualmente de forma "inusual", con el fin de forzar la atención del usuario. Como ejemplo podemos observar la captura de la figura 2.8.


Fig. 2.8: Mensaje de advertencia en Firefox

Evitar la pérdida de información

Otro principio en la prevención de errores es evitar la pérdida de información introducida por el usuario. El ejemplo más típico es el de almacenamiento de correos electrónicos (borradores) mediante técnicas como AJAX, pero existen muchos más contextos posibles, como cuando el usuario está completando un formulario de compra en una web, o dejando un comentario en un blog. Ya que los usuarios se guían por la “ley del mínimo esfuerzo”, es precisamente la pérdida del trabajo realizado la mayor causa de frustración.

Permitir deshacer

Permitir deshacer, una opción tan común en aplicaciones software de escritorio, resulta igualmente necesaria en multitud de contextos web. Un ejemplo clásico es el de la “Papelera” en servicios web de correo electrónico, lo que permite al usuario deshacer su decisión de eliminar un mensaje, pero una vez más podemos encontrar ejemplos en otros tipos de aplicaciones online. Por ejemplo, cuando el usuario se halla completando un proceso de compra divido en diferentes pasos, se le debe permitir volver y rehacer pasos previos. O cuando el usuario introduce una consulta en un buscador, la caja de búsqueda de la página de resultados debe incluir la consulta introducida por el usuario, a fin de permitirle rehacerla o modificarla.

Ofrecer solución automática a los errores

Idealmente las aplicaciones software, incluidos los sitios web, deberían demostrar un comportamiento “inteligente”, solucionando automáticamente errores cometidos por los usuarios. Un ejemplo por todos conocidos es el algoritmo que Google emplea para detectar errores en las consultas del usuario (el famoso “quizás quiso decir:”).

Por supuesto, no se encuentra al alcance de cualquier proyecto ofrecer soluciones algorítmicas como la citada, aunque sí emplear otras de más sencilla implementación, basadas en simples condicionales. Por ejemplo, detectando cuándo el usuario introduce una URL sin “https://” en un campo de texto para tal fin, y solucionando el problema automáticamente en vez de obligarle a solucionar el error manualmente.

Mensajes de error para humanos

Seguro que el lector se habrá encontrado a lo largo de su vida digital con verdaderas obras de arte en forma de mensajes de error, desde luego no pensados para su consumo por simples humanos.


Fig. 2.9. Mensaje de error. Fuente: https://www.exceptontuesdays.com/?p=16

Redactar mensajes para humanos implica exponer breve y claramente el problema, motivos y posibles soluciones, con un vocabulario entendible y sencillo. Es decir, justo lo contrario que el mensaje de la figura 2.9.

A modo de conclusión

En este capítulo hemos introducido algunos de los factores psicológicos que motivan o explican determinados comportamientos de los usuarios, así como algunas pistas sobre cómo facilitar determinadas tareas, o impedir y minimizar el efecto del error humano.

Como conclusión debemos recordar que si bien el canal perceptual tiene un gran “ancho de banda”, y la memoria a largo plazo una gran capacidad, la memoria operativa y el esfuerzo cognitivo requerido para la toma de decisiones suponen un embudo en el procesamiento de información del usuario, que como diseñadores debemos evitar que se colapse.

En el próximo capítulo veremos con más detalle otro de los conceptos cognitivos que explican la interacción del usuario, los modelos mentales: representaciones internas de la realidad externa.

Informe APEI de Usabilidad

Yusef Hassan Montero y
Sergio Ortega Santamaría


Índice de contenidos

0. Introducción

1. Definición y conceptos

1.1. La experiencia del usuario

1.2. Simplicidad

2. El factor humano

2.1. Percepción visual

2.2. Cognición

2.3. Modelos mentales

2.4. El sujeto como ser social

3. Diseño centrado en el usuario (DCU)

3.1. Introducción

3.2. Metodologías y técnicas de DCU

3.3. Documentación del diseño

4. Conclusiones

5. Bibliografía

Citación recomendada:

Hassan-Montero, Y.; Ortega-Santamaría, S. (2009). Informe APEI sobre Usabilidad. Gijón: Asociación Profesional de Especialistas en Información, 2009, 73pp. ISBN: 978-84-692-3782-3.

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